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Antonio López Hidalgo | Mascarilla, hasta para dormir

Anoche viví un sueño muy tentador. El paisaje era cualquier playa de este país, atiborrada de sombrillas y de turistas precarios armados de mascarilla y leyendo. Y todos asfixiados de la risa. Unos leían en el BOJA la orden del 14 de julio de este año que obliga a cubrirse con mascarilla incluso cuando hacemos el amor.



El Gobierno andaluz, muy pudiente, y consciente de que aquí en el sur fornicar no nos va nada, no ha querido expresarse al respecto. Y con su silencio, debe entenderse –así lo entiendo yo– que cada cual se las apañe como pueda. Eso, si nos posicionamos horizontalmente sobre una cama o cualquier otra superficie que no dañe la columna vertebral, pero siempre en espacios cerrados, propios o ajenos. A este respecto el BOJA tampoco da pistas sobre una u otra conveniencia.

Pero si te tiendes horizontalmente sobre una tumbona en esta o aquella playa, debes utilizar mascarilla. Aunque solo miremos enajenados el horizonte que no nos pertenece o chupemos con pajita una fanta. No importa que el calor sofocante alcance los 40 grados y el mercurio alerte sobre sus estragos. Si vamos al baño, debemos también ir con mascarilla. Y si el turista definitivamente opta por bañarse, puede hacerlo siempre que deje la mascarilla sobre la arena lo más próximo posible al lugar donde nos damos el chapuzón.

En tanto que el número de turistas podría ser muy elevado este año, porque –como es de suponer– el confinamiento invita ahora al desenfreno, conviene identificar nuestra mascarilla con nuestras iniciales bordadas en una esquina o, mejor, con el DNI. Así evitamos que cualquier intruso nos la robe o confunda la suya con la nuestra. En verano, ya se sabe, los ánimos se relajan demasiado.

Si nuestra posición es vertical y estamos sentados a la mesa en una terraza, también debemos vestir mascarilla. En el borrador del manual de instrucciones que escribo en estos momentos para enseñar a comer mariscos con mascarilla, recomiendo evitar hacerlo con las manos. Sabemos que el resultado no es el mismo en el paladar, pero estos placeres dejan después un tufo imposible impregnado en la mascarilla.

Igual medida debemos adoptar con las sardinas y otros pescados que apetece devorar con las manos. De cualquier manera, cualquiera puede pensar que tomar un bocado y volver a vestir con mascarilla, es un engorro. Pero, cuando nuestros políticos nos invitan a ello, deben guardar algún as en la manga. Aunque en verano, las mangas, como tales, no son muy recomendables.

El BOJA tampoco especifica cómo les explicaremos a los turistas que se acerquen a nuestras playas cubiertos hasta las orejas. Y estos, sobre todo los ingleses, que son de trago fácil, jamás se acostumbrarán a beber cerveza con pajita.

Odio el turismo de borrachera, el turismo cutre, el turismo masificado y hortera que en ocasiones invade este país como si fuésemos nativos a los que se compra con piedras redondas de arroyo. Pensé que nunca lograríamos desprendernos de estos intrusos, pero ahora, gracias a las medidas adoptadas por el Gobierno autónomo, los turistas se pensarán muy mucho si morir estrangulados de calor en nuestras playas o sucumbir al confinamiento voluntario de no moverse de su terruño patrio.

En cualquier caso, más allá de cualquier diatriba penosa que no conduce a conclusión alguna, la mascarilla debe ser obligatoria en cualquier caso y en todo momento. Pero la letra de las normas, en ocasiones, abre lugar a la duda y al sarcasmo.

Por ejemplo, la orden mencionada advierte de que el uso de mascarilla no será exigible para las personas que presenten algún tipo de enfermedad o dificultad respiratoria que pueda verse agravada por esta circunstancia. Claro, pero no especifica.

A mis amigos, por ejemplo, se les corta la respiración cuando escrutan el paisaje humano que habita nuestras playas. Yo los animo a que se desprendan de ellas antes de morir víctimas de un sofocón. Igual estoy cometiendo un delito. Pero me da tanta pena de ellos. También de ellas.

Se recomienda, dice la orden, el uso de la mascarilla en los espacios abiertos o cerrados privados cuando existan reuniones o una posible confluencia de personas no convivientes. Me pregunto cómo podremos acceder al interior de los hogares para decir a la abuela que no abrace y pellizque a los nietos en los mofletes. A los nietos tampoco les gusta tanto manoseo.

La norma también es muy específica respecto a los funerales. A este respecto, la participación en funeral o comitiva para el enterramiento o cremación de la persona fallecida se restringe a un máximo de veinticinco personas, entre familiares y allegados, además, en su caso, del ministro de culto o persona asimilada de la confesión respectiva para la práctica de los ritos funerarios de despedida del difunto. Se entiende –entiendo– que todos y todas deben ataviados con sendas mascarillas.

Sobre el difunto no se dice nada, pero es fácil concluir que también debe estar protegido del mal en esta vida que abandona. El número de 25 asistentes es válido tanto para los singles como para las familias numerosas donde muchos ni se hablan, y para una aldea de 220 habitantes como para un torero enterrado en Sevilla al estilo Paquirri. In memoriam.

Cuando el 1 de diciembre de 1955 Rosa Parks se negó a ceder su asiento a un joven blanco en un autobús de Montgomery, Alabama, se puso de manifiesto que la desobediencia no era un acto de rebeldía gratuita, sino un gesto cívico que podía cambiar el rumbo de la historia. Rafael Narbona ha escrito que la posteridad ha cuestionado el papel de Rosa Parks, afirmando que sólo se trataba de una costurera cansada y no de una activista como Irene Morgan Kirkaldy, pionera del movimiento por los derechos civiles, o Ida Bell Wells-Barnett, copropietaria y redactora del periódico antisegregacionista Free Speech, quienes habían protagonizado incidentes similares con anterioridad. Actitudes todas basadas, aunque no la primera, en el principio de desobediencia civil, principio de que Henry David Thoreau desarrolló en una conferencia de 1849 y que publicó con ese mismo título.

El uso de mascarilla debe ser obligatorio, qué duda cabe. Pero a veces pecamos de remilgados. El Ejecutivo andaluz apremiaba al Gobierno de Sánchez a que el desconfinamiento en Andalucía fuese el mismo para todas las provincias. Daba igual que entre Huelva y Málaga el desfase de personas infectadas fuese tan desequilibrado. Su actitud, ahora que manejan estas competencias, es totalmente opuesta a la anterior.

El número de jóvenes infectados crece cada día. En las noches, tendidos en las playas comparten porros y abrazos tan necesarios. La policía local, en cada ciudad, mayor o menor, sabe de estos encuentros, pero los agentes a esa hora están agotados de hacer prevaler las normas que nos impone el BOJA con una precisión de espasmo.

En mi sueño, yo andaba escribiendo este manual sobre instrucciones para entender el uso de mascarilla y su posible rechazo cuando se excede en desajustes desorbitados. El desconfinamiento nos tiene a todos sin aliento. Si a eso unimos la protección ineludible de mascarilla, la gota de sudor frío es solo una sutil secuela de esta asfixia sentimental a la que nos someten nuestros gobernantes.

Por cierto, algunos compañeros quieren compartir con nosotros una primicia. Lo saben porque les han instalado una cámara oculta. En sus despachos, ellos, quienes escriben para nosotros las órdenes para el BOJA y con las que nosotros nos desgañitamos trepados en la tumbona, lo hacen sin mascarilla y a una distancia de dudosa salubridad. Ya los sabemos: siempre escribe quien no debe.

Y que nadie se engañe: mascarilla hasta para dormir. Por si la covid-19 intenta seducirnos en los sueños.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO