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Antonio López Hidalgo | Condenas erróneas

Algunas condenas erróneas nacen para ser materia prima de inauditos guiones cinematográficos. Porque la vida, ya se sabe, a veces está necesitada de historias inverosímiles, pero también veraces, que sacudan el cómodo colchón donde retoza nuestra alma. Porque lo grave de estas historias que resultan inverosímiles, pero también veraces, es que, sobre todo, son verídicas.


En EE UU, algunos jueces y tribunales, con sus impredecibles errores, ayudan a que la creatividad en la literatura y en el cine no decaiga y se arrugue, y también a que los periodistas encuentren en la propia realidad hechos más propios de la fantasía. Es exactamente lo que le ha ocurrido a Kevin Strickland, liberado tras 43 años de prisión. Desconectado del mundo durante todo este tiempo, ahora sufre las secuelas del aislamiento. Él lo dice así: “No sé hablar con gente normal”.

Sobre esta intrincada verdad, la periodista Amanda Mars ha escrito: “Es difícil ponerse en la piel de Kevin Strickland cuando ni él mismo se siente del todo en ella. El 26 de abril de 1978, cuando tenía 18 años, la policía llamó a su puerta para hacerle algunas preguntas por un triple homicidio ocurrido la noche anterior del que él solo había oído hablar en las noticias. Aquella mañana se disponía, por primera vez él solo, a cuidar a su hija de seis semanas mientras la madre, su novia, acudía al médico. La joven salía por la puerta cuando llegaron los agentes. Y Kevin no cuidó jamás de esa niña. Lo condenaron a cadena perpetua en un proceso plagado de agujeros. La semana pasada, 43 años después, salió exonerado tras cumplir una de las penas erróneas más largas de la historia de Estados Unidos”.

Cuando esto ocurre, cabe preguntarse si se puede o se debe pedir algún tipo de responsabilidad al juez y al tribunal. Pero cuando la vida entra en su tramo final, qué respuesta se le puede ofrecer a un ciudadano inocente que ha pagado una condena eterna que no le corresponde. Ahora Kevin tiene 62 años y va en silla de ruedas. En silla de ruedas lleva también la esperanza y la probabilidad muerta de poder entenderse con los demás. Ahora, cuando arrastra la vida por las aceras de una vida que no conoce ni entiende, ni pretende conocer ni entender, los recuerdos se le deben revolver por dentro como los flecos de una tormenta que se desvanece en retirada.

Cuesta pensar cómo contaba los días sin sosiego, cómo proyectaba el futuro que nunca vería, cómo sorteaba los sueños recurrentes de libertad en las largas noches de vigilia. Cómo lloraba cada amanecer claro de un sol que sospechaba incandescente, cálido, necesario. Los años entre rejas deben abrir un paréntesis que hace imposible conectar dos trozos de una vida tan distantes y tan ajenos. La juventud maltratada que cuelga con el nacimiento de un hijo y la vejez congelada que no conduce a ningún paraíso.

Su vida de antes ya no existe. Sus padres murieron. Los hermanos no quisieron saber, abrieron distancias. Para qué. Su novia de casó, como era de esperar, con otro hombre. Ninguna mujer, ningún hombre, espera toda una eternidad. La vida es efímera y nuestra única misión aquí en la tierra, al parecer, es gestionarla con interés para que no se agrieten las tuercas del desencanto, que no hacerlo con felicidad, antes de que las llamas nos devoren. Aquí no queda todo. Durante todo este tiempo, Kevin solo ha visto a su hija cinco veces. Llenar la memoria con solo cinco imágenes debe ser ardua tarea de funestos resultados.

Al año del juicio, la testigo que le delató comenzó, empezó a decir públicamente que se había equivocado, hasta que en 2009 escribió una carta a The Innocense Proyect, plataforma de abogados que trabaja en la exoneración de inocentes, en la que decía: “Estoy buscando información sobre cómo ayudar a una persona que ha sido condenada erróneamente”. Cyinthia Douglas, ese es su nombre, era el único testigo de un caso en el que las cosas no estaban nada claras. Excepto para el tribunal que condenó a Kevin. Todos sus miembros eran blancos de piel, oscuros de sospechas y concluyentes sin pruebas.

El sueño por alcanzar la libertad es el único privilegio que se puede conceder cada día, un día tras otro, un preso condenado a cadena perpetua. Es la única herramienta útil en un espacio donde otros condenados de por vida a sucumbir entre esas mismas paredes optan por romper su existencia como tantos otros lo hicieron. Pero es difícil respirar sin aliento y componer otro mundo en un mundo que ya no conoces, un mundo usurpado desde la juventud y que ya acaso solo es el recuerdo de algunos familiares y amigos que te conocieron cuando a tan temprana edad las palpitaciones llaman a la locura.

Kevin Strikland ya es viejo, tal vez muy viejo para recomponer los destrozos de su maleficio. Tampoco tiene derecho a una indemnización. Y aunque lo tuviera, cabría preguntarse cómo compensar tal desaguisado existencial. Él se expresa con una precisión sin fisuras: “No sé hablar con gente normal, me he criado entre animales”. Ahora solo busca una casa fuera de la ciudad, donde nadie le encuentre. Tal vez busque el lugar más parecido a una prisión, donde no haya nadie, pero cerca de la naturaleza. Quiere ver la televisión y dormir sin miedo. Y, sobre todo, como él dice: “No quiero a ningún vecino en una milla a la redonda, no necesito a nadie”.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO