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Antonio López Hidalgo | El olvido y la memoria

Volver a algunas ciudades es tropezarse con esa parte de uno mismo ya casi olvidada, o bien vaciada en un tropel de recuerdos desordenados y dispersos, donde no caben otras posibilidades si no es la reinvención del pasado. Hay un tiempo agotado en la memoria que se va apagando al compás de los días, sin solicitar nuestro beneplácito y sin que podamos adivinar en qué refugio confluyen imágenes y palabras de ayer que cada vez son menos nuestras. Un día lo fueron, es cierto, pero el correr del tiempo desintegra los hechos vividos como si fueran de otro que ya no somos nosotros.


Visitamos la misma ciudad, pisamos las piedras de sus calles, olemos la lluvia fina en las noches húmedas del norte, cuando el silencio avanza al mismo ritmo que nuestros pies hacia el rincón donde antes éramos dos y el amor era posible con solo una mirada. Después pasó cuanto siempre acontece: una excusa para justificar una deslealtad pasajera, ridícula e inútil, unos abrazos furtivos a la sombra de un árbol solitario, una afirmación sin fundamento, errada de argumentos y de consistencia retórica. Después queda la zozobra del animal herido, la mirada al vacío, la torpeza de habernos desviado del camino que emprendimos ayer.

Volvemos a la misma ciudad y allí encontramos en las paredes de las calles olvidadas tachonados retazos de una biografía que no reconocemos en un primer instante. Los recuerdos, cuando pasan a ocupar espacios de retaguardia, se nos antojan los momentos más ajenos y extraños, como si nunca los hubiésemos vivido. Pero en esa mirada dispersa contra nosotros mismos, se nos vuelven del revés los eventos y en su reverso adivinamos el rostro de aquella mujer con una nitidez perfecta, como si el tiempo hubiera desvanecido de golpe las dudas y las omisiones, la mirada honda de una hembra que rompe toda vacilación. Y es ahí cuando el olvido y la memoria se tropiezan de lleno en mitad de ninguna parte y nos acechan con una vocación polarizada en unas manos, en la piel que muerde tu propia piel, en una mirada que no es nueva y que fulmina barricadas y fronteras, y abre un hueco en el muro que nos sitúa justo adonde ahora estamos.

Hay una lámpara que pretende desprenderse de los ramajes muertos, de las hojas amarillas que describen el tiempo pretérito. De golpe, la bombilla ilumina las sombras y proyecta en la pared manchas de un rojo violáceo que limpian la cal apagada de los días desvanecidos sin otros recursos viables. Hay imágenes sin proyección posible, palabras desgajadas de frases que eran símbolos y movimiento, alerta contra la desidia y la tristeza innecesaria.

Ahora que vuelvo a esta ciudad, en la que un día y otro fui feliz, y donde componía otra vida que no era la que después fue, como nos ocurrió a casi todos cuando éramos más jóvenes, yo encuentro por el contrario aquellos momentos transitados como si resurgieran de muy adentro y tomaran aliento y volvieran a ser como los veía entonces: reales, verdaderos, motivadores. No hay nostalgia en estos pensamientos que movidos por la razón y alimentados por otro cuerpo, que sigue estando ahí, en las noches del invierno más frío que he conocido.

Y bastaba con esa temperatura helada para que dos criaturas, aún jóvenes, se buscaran entre las sábanas y mordieran la manzana de la felicidad, siempre envenenada, afortunadamente, de adicción, pero también de torpezas que los años modulan a menos para no herir demasiado, para sobrevivir en los errores impuestos por la codicia que bebe de la sangre cuando los años no iluminan la inteligencia del corazón. Al final vemos, sí, una lámpara atrapada entre el ramaje de la decisión negada, de otros días que huyen sin saber por qué y hacia dónde. En el fondo, somos nosotros, confundidos, arbitrarios, supervivientes de experiencias extraordinarias, pertrechados contra nuestros propios cuerpos, atados al miedo más íntimo que es desentrañar el por qué todo ocurrió de aquella manera tan fútil.

Ahora, cuando han pasado los años y volvemos a cruzar la misma ciudad de entonces, todo se nos antoja diferente, pero todavía cabe en lo más hondo el retorno deshilvanado a aquellos minutos en los que fundamentábamos la felicidad, aquellas tardes de verano con sus ojos puestos delante de nosotros, y esa mirada translúcida que lo decía todo, que hablaba sin palabras y para siempre, que no prometía aunque siempre estaba allí, que siempre estuvo allí, y ahora, cuando vuelves a verla, sigue estando a tu lado, esperando el momento para oír que no te vas, que ya vuelves del mundo andado para quedarte aquí, en la ciudad en la que, cuando éramos más jóvenes, el futuro no era un ideal sino un acontecimiento, y las horas amenizaban el tiempo compartido sin saber nadie que las noches, si no son frías para acoger a dos cuerpos, hielan la sangre. Cuando amanece, la lámpara se ha soltado de los ramajes muertos. Al fondo, una bombilla sucia ilumina la pared de un rojo violáceo que embellece toda nostalgia traspapelada en la razón.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍA: JES JIMÉNEZ