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Daniel Guerrero | Época de monstruos

No he vivido época peor —salvo cuando España era una dictadura o cuando las guerras mundiales arrasaban Europa— que la actual, cuando gobiernan verdaderos sátrapas, delincuentes y asesinos como Netanyahu, Putin o Trump, los más destacados, despiadados y despreciables. Verdaderos monstruos que han ascendido al poder en sus países, enfrentando y polarizando a la población y los países, ejerciendo una nefasta influencia internacional que destroza el mundo regido por normas, leyes, derechos y democracia que conocíamos.


Contemplo estupefacto los acontecimientos que protagonizan estos tiranos, leo lo que provocan con sus desvergüenzas y soy testigo de las desgracias que causan, y no puedo ser indiferente con lo que está pasando. Porque me enerva y asquea ser coetáneo de semejantes bestias negras, sobre todo después de haber participado, asumiéndolos y defendiéndolos cívicamente, para que las libertades y los derechos fueran guías de mi conducta y del país, instrumentos irrenunciables con los que dejar atrás, de una vez por todas, las negruras de un pasado de intolerancias, cainismo e injusticias.

Y cuando los considerábamos erradicados definitivamente, retornan los autoritarismos fascistas, los actos de fuerza de los poderosos, las imposiciones sectarias y totalitarias, la marginación cuando no la eliminación política y hasta física del adversario u oponente de dentro y fuera de las fronteras, la falta de respeto a cuantas normas, leyes, tratados, convenios, constituciones, instituciones o gobiernos parezcan obstaculizar los intereses de los privilegiados o plutócratas, e, incluso, el desprecio absoluto a la dignidad y la vida humana, consideradas sacrificables por mor de la ambición o el beneficio. Es decir, la totalidad de “el mundo de ayer” está siendo barrido y hecho añicos por las garras de esos monstruos desaprensivos que gobiernan el planeta a su antojo y capricho.

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Lo frustrante es que esto suceda después de un breve resplandor de esperanza que parecía alumbrar un mundo de progreso, tolerancia, igualdad y ansias de libertad, en el que no cabía el racismo ni el machismo cavernícola, ni los abusos a las minorías, los desfavorecidos o los distintos. Entonces un ciudadano negro podía ser presidente de Estados Unidos y hasta una mujer también podía aspirar a serlo.

Era cuando un sarpullido democrático recorría el planeta despertando una primavera en el mundo árabe, la protesta en los jóvenes y no tan jóvenes insatisfechos del 15M de España, la ira en los hastiados de la plaza Sintagma de Atenas, el resurgir de nuevas promesas progresistas en líderes como Sanders en Estados Unidos, Corbyn en Gran Bretaña y Mélenchon en Francia. Cuando una izquierda revitalizada y una nueva derecha civilizada brotaban en este país y combatían un bipartidismo esclerótico y corrupto.

Pero fue solo un sueño del que salimos cuando se despertaron los amigos de la oscuridad, los chantajes y la corrupción. Los que no toleran que se pongan en juego sus privilegios ni se cuestionen sus ambiciones y egoísmos en nombre de ningún bien común e interés general.

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Desalmados que ya no necesitan golpes de estado ni tanques para reconducir situaciones adversas a sus intereses, sino que se valen de la democracia de la que desconfían para acceder al poder y ponerlo a su disposición y exclusivo beneficio, mediante mentiras, exageraciones, teorías conspiratorias, manipulaciones e intoxicaciones mediáticas, judiciales y políticas.

Ya lo avisó Donald Trump durante su primer mandato como presidente de Estados Unidos, pero se ha encargado de demostrarlo en el segundo que comenzó hace casi un año. Y lo hace sin disimulos, sino con voluntad expresa de ponerlo todo boca arribas, exhibiendo un compendio de despotismo, menosprecio, soberbia e ignorancia en su conducta, desde la poltrona de la primera potencia mundial, que aterra a las almas sensibles y sensatas, puesto que actúa más por prejuicios que por motivos racionales.

Como si quisiera confirmar, si acaso la conociese, aquella máxima de Marx de que los grandes hechos y personajes de la historia aparecen dos veces, pero, en su caso, invirtiendo los términos: la primera vez como farsa y la segunda como tragedia.

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Porque desde el primer día ejerce con despotismo y vulgaridad. Desprecia los derechos humanos y cualquier miramiento ético cuando criminaliza la migración y la combate con redadas generalizadas para deportar sin contemplaciones incluso a hijos de esos migrantes nacidos en Estados Unidos. No los quiere por su origen familiar.

Piensa que todos los males de su país son siempre culpa del “otro” —tanto individual como colectivo, migrantes o Estados—, que impide “hacer América grande otra vez”. Así, no solo ordena a su Ejército asesinar extrajudicialmente a 87 personas —hasta la fecha— que viajaban en lanchas por aguas del Caribe y el Pacífico por supuestamente transportar una droga de la que nunca se presentan pruebas, sino que consiente que se remate a los supervivientes de un ataque después de haber hundido su embarcación, demostrando estar dispuesto a perpetrar crímenes de guerra sin estar siquiera en guerra alguna.

Para él cualquier medio es válido en su repugnante populismo excluyente para insultar, humillar y criminalizar, tachándolos de basura, violadores o delincuentes. A las personas que han emigrado a Norteamérica en busca de un futuro mejor, como hicieron los que poblaron aquellas tierras, desde las originales trece colonias británicas, hasta convertirla en la nación que es hoy. Incluso como hicieron sus propios antepasados familiares.

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Sus métodos, intolerables y violentos, no persiguen un supuesto bien superior, como es la lucha contra las drogas, puesto que, movido por intereses inconfesables, al mismo tiempo que inicia una escalada con Venezuela por una supuesta lucha contra el narcotráfico, presiona y consigue la puesta en libertad de un condenado a 45 años de cárcel por traficar con drogas por un tribunal estadounidense, cual es el expresidente de Honduras, del que sí quedó acreditado haber introducido 400 toneladas de cocaína en el país.

Esta es la hipocresía y catadura moral del actual presidente de Estados Unidos. El mismo que apoya, arma y tolera la expulsión y el genocidio de los palestinos por parte de Israel; justifica y defiende la agresión rusa de Ucrania mientras humilla y marea a Zelenski, presidente del país, por no capitular ante el invasor; relega y desconfía de Europa por no plegarse servilmente a sus oscuros tejemanejes, y amenaza abiertamente a Groenlandia, Canal de Panamá y Canadá con un intervencionismo militar, si fuese necesario, por consolidar afanes imperialistas con los que sueña el plutócrata de la Casa Blanca.

Donald Trump se cree providencialmente legitimado para hacer que su país y el resto del mundo se amolden a sus exigencias. De ahí que no dude en pisotear la libertad de expresión, restringiéndola incluso en las universidades; que propague la intolerancia hacia la diversidad de género, raza y creencia; que persiga a sus oponentes o detractores, favoreciendo la polarización política, las tensiones sociales y la desconfianza hacia las instituciones no controladas por él; que destruya el multilateralismo y renegocie acuerdos y tratados unilateralmente, imponiendo aranceles arbitrarios que trastocan el comercio mundial; en definitiva, que cuestione los principios básicos del pluralismo y la legalidad internacional, poniendo en peligro la propia democracia y un orden mundial regido por reglas que obligan a todos.

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Así es el personaje, prepotente y hortera hasta en pijamas, que hoy gobierna el mundo por la fuerza, que cree resolver los conflictos mundiales (aunque en realidad no resuelva ninguno, ni en Gaza ni en Tailandia) de los que saca tajada que lo enriquecen aún más, exigiendo por ello recibir el premio Nobel de la Paz.

Y que elabora una Estrategia de Seguridad Nacional que hace temblar a Hispanoamérica, por una política de cañoneras, y Europa, a la que percibe como el principal adversario de Estados Unidos, lo que justifica, a su turbio entender, sus esfuerzos por interferir en esos países y apoyar a las formaciones ultras, euroescépticas y reaccionarias del Viejo Continente. Así es como él trata a los aliados.

Pero no es el único. Hay otros dirigentes, anteriores incluso a Trump, que hacen lo mismo y practican idéntico populismo manipulador que exacerba las pulsiones emocionales e irracionales de la gente para seducirlas con soluciones simples para arreglar de un plumazo problemas complejos.

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Vladimir Putin es todo un experto en ello, con menos escrúpulos, si cabe, pero mucho más inteligente y taimado. De hecho, su carisma como rocoso líder autoritario es un faro que ilumina a Trump, quien lo admira y respeta con inaudita veneración.

Y no solo por su dirigencia política cuasi dictatorial, sino con mayor atracción aun por la economía oligárquica que ha implantado en Rusia, donde predomina un “capitalismo de amiguetes” con el que posiciona a sus incondicionales en las más altas instancias y empresas estratégicas. Ambos comparten ambiciones de antiguas épocas imperiales.

Este exespía de la KGB, que aun mantiene los expeditivos métodos para deshacerse de sus enemigos u oponentes que cuestionen su forma de gobernar, es todavía más peligroso y letal que Trump. Es lo que evidencia la extraña muerte en prisión del líder opositor Alexei Navalny, preso con cargos prefabricados; el asesinato de la periodista Anna Politkovskaya, que había denunciado las violaciones de los Derechos Humanos cometidas por las tropas del Kremlin en Chechenia; el asesinato del exviceprimer ministro Boris Nemtsov, cometido cerca del edificio donde Putin tiene su despacho; el envenenamiento con polonio del exespía Alexander Litvinenko, quien fallecería en Londres; y el de los disidentes rusos Sergéi Skripal y su hija Yulia, también envenenados en Reino Unido; la oportuna muerte de Ravil Maganov, presidente de la petrolera rusa Lukoil, que falleció tras caerse por una ventana del hospital donde estaba internado; las extrañas muertes, al estilo del Chicago de los gánster, de los diputados Vladimir Golovliov y Serguéi Yushenkov, tiroteados en distintas fechas en Moscú; e incluso Yevgeny Prigozhin, fundador del famoso grupo de mercenarios Wagner, que perdió la vida después de exigir más medios a Putin en un siniestro accidente aéreo cerca de Moscú; y otros muchos casos de convenientes desapariciones de opositores y críticos del mandatario ruso.

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Este mismo energúmeno es el que ordenó en 2022 invadir militarmente Ucrania, después de anexionarse en 2014, también por la fuerza, la península ucrania de Crimea, estratégica para la flota rusa del Mediterráneo. Desde entonces, no para de bombardear con misiles y drones ciudades, edificios de viviendas, centrales eléctricas, hospitales, teatros, zonas densamente pobladas y cuantas instalaciones civiles y militares puedan desmoralizar a la población y castigar la resistencia de los ucranianos en defenderse.

No le importó tomar una decisión unilateral y arbitraria que viola frontalmente la Carta de las Naciones Unidas, cometer un crimen de agresión, contraviniendo la legalidad internacional y el respeto a la soberanía e integridad de los estados.

Y por si fuera poco, también ha autorizado atrocidades que incluyen el secuestro, la tortura, el asesinato de civiles, las deportaciones forzadas, incluida la de niños, y el asesinato y tortura de prisioneros de guerra. Y, por supuesto, crímenes de guerra, como la masacre de Bucha, un suburbio de Kiev, donde las tropas rusas dejaron al menos 420 civiles asesinados a quemarropa, algunos con las manos atadas a la espalda, unas ejecuciones sumarias que pudieron conocerse gracias a evidencias fotográficas.

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Con tales métodos de desatada violencia militar, la Rusia de Putin ha logrado conquistar cuatro regiones del Este de Ucrania, limítrofes con la frontera que separa a ambos países: Dombás, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, cuyo control sigue en disputa y que el supuesto plan de paz de Trump considera que deberían cederse si se desea alcanzar un alto el fuego que premia, de este modo, la agresión rusa. Un plan que premia anexiones por la fuerza, dado que además del Dombás, donde en unas elecciones ganó el candidato prorruso, Zaporiyia y Jersón votaron mayoritariamente a Zelenski. Se premia lo que no se consigue con los votos.

Sin embargo, tal capitulación de Ucrania no asegura la paz, puesto que no satisface las ansias de Putin por aumentar su influencia y control sobre antiguos territorios que pertenecían a los dominios soviéticos tras el Telón de Acero.

Y a tenor de las últimas palabras del mandatario ruso, la desconfianza hacia Rusia está plenamente fundada, ya que el líder ruso ha desafiado a los países europeos, afirmando que si Europa quiere combatir (ayudando a Ucrania), él está listo para hacerlo ahora mismo. Hay que creerlo capaz, cuando la invasión militar de Ucrania consiga sus objetivos, de que no parará ahí, máxime si al parecer cuenta con el respaldo y la comprensión de Estados Unidos, desde donde advierten que en 2027 retirarán sus defensas de los países del Este de Europa.

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Los monstruos, por lo que se ve, se entienden entre ellos, haciendo de este mundo un lugar en el que impera la razón de la fuerza y la ausencia de la ley, un solar lleno de escombros y ruinas, como diría Walter Benjamin, que estos desalmados han provocado con sus miserables actos de ambición y poder.

Esta cuadrilla de miserables no estaría completa sin otro impresentable déspota en tierras bíblicas, el genocida Benjamin Netanyahu, quien, aprovechando un atentado del grupo terrorista Hamás, lleva más de dos años bombardeando y destruyendo, precisamente hasta reducirla a escombros, la desafortunada y mísera Franja de Gaza, donde se apretujan poco más de dos millones de palestinos, último resquicio de lo que eran sus tierras. Una población civil e inocente que trata de sobrevivir en condiciones carcelarias a causa del asedio al que Israel la somete.

Esgrimiendo legítima defensa, Netanyahu ha desatado una guerra que ha causado la muerte de más de 70.000 palestinos, la mayoría de ellos civiles, y una crisis humanitaria en Gaza de dimensiones espeluznantes. No ha tenido empacho en atacar por tierra, mar y aire un territorio en el que los habitantes están cercados y sin posibilidad de refugio, destruyendo más del 90 por ciento de sus edificaciones e infraestructuras. Además, ha impedido toda ayuda humanitaria y la entrada de suministros básicos, utilizando el hambre de la población como método de guerra.

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Tan desproporcionada y violenta ha sido esta respuesta de Israel que, más que un ejercicio de legítima defensa, lo que allí practica el Ejército judío es una intencionada destrucción física de los palestinos con la clara finalidad de vaciar el territorio para poblarlo de israelíes.

Tal ha sido siempre el sueño que parece está a punto de conseguir el ínclito Netanyahu: ocupar toda Palestina para construir el Gran Israel que los sionistas ambicionan. Una limpieza étnica que afecta no solo a Gaza, sino también a Cisjordania, infiltrada por colonias de judíos muy violentos que destruyen y arrebatan a los palestinos sus tierras y posesiones, sin que las fuerzas del orden intervengan.

Es así como el mandatario israelí está ejecutando en realidad, con la guerra de Gaza, un auténtico crimen de guerra, un acto genocida a la vista de todo el mundo. Tan evidente es su intención que Sudáfrica presentó en 2023 una denuncia contra Israel por genocidio ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), el tribunal de la ONU encargado de dirimir disputas entre Estados.

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En su informe, la CIJ constata que las autoridades y fuerzas israelíes han cometido en Gaza cuatro de los cinco actos genocidas definidos en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, consistentes en matar, causar lesiones graves a la integridad física o mental, someter deliberadamente a condiciones de vida que acarrean la destrucción total o parcial de los palestinos, e imponer medidas destinadas a impedir la natalidad.

Según la presidenta de la comisión, “es evidente que existe la intención de destruir a los palestinos de Gaza mediante actos que cumplen los criterios establecidos en la Convención sobre el Genocidio”. Y aunque la sentencia oficial tardará en conocerse, la Corte avanzó medidas cautelares que obligaban a Israel evitar cualquier acto genocida y permitir la entrada de ayuda humanitaria, cosa que Netanyahu ha obviado olímpicamente.

Por su parte, la Corte Penal Internacional, que juzga a individuos por crímenes graves cuando los Estados no pueden o no quieren hacerlo, emitió en 2024 órdenes de arresto contra Netanyahu y su exministro de defensa Yoav Gallant por crímenes de guerra y lesa humanidad en Gaza. Solo Estados Unidos desoye estas órdenes.

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Protegido e impune ante ambos tribunales, el sanguinario líder israelí ha continuado con su exterminio de la población palestina tanto en Gaza como en Cisjordania. Y es que Benjamin Netanyahu es otro de los monstruos que han convertido este mundo en un campo de batalla sin ley ni orden, y en el que los poderosos pueden agredir, chantajear e invadir otros Estados sin que se les castigue por ello.

Ya se han ocupado previamente de desprestigiar y anular a los organismos internacionales que velan por el cumplimiento de la legalidad internacional, como la ONU y los tribunales internacionales arriba citados, cuya autoridad servía para impedir veleidades expansionistas, hegemonistas o imperialistas de los poderosos.

Es lamentable que, a pesar de los esfuerzos por conseguir un mundo en paz y armonía, hoy los monstruos de toda ralea campen a su antojo, rampando con ese anhelo pacifista y de progreso. Es lo que me hace sentir que nunca había vivido una época peor, en la que nos despeñamos por un abismo de caos, injusticia y fascismo. Como si camináramos hacia atrás, desde la civilización hacia la barbarie. ¡Qué asco!

DANIEL GUERRERO
FOTOGRAFÍA: ILUSTRACIÓN: ISABEL AGUILAR

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