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Daniel Guerrero | Siempre delante

Cuando se alcanza cierta edad, el futuro parece una quimera, un espejismo que ni estimula ni reconforta, y el pasado se convierte en algo remoto que empieza a desdibujarse entre la bruma de una memoria olvidadiza. Yo vivo esa edad en que se apuran los recodos de un camino ya prácticamente recorrido y se empieza a vislumbrar el final del mismo.


Es una etapa de la vida que, como todas, depende de cómo se asuma, ni pesarosa ni venturosa, en función de las condiciones, tanto físicas como cognitivas, con que nos coja. Pero en que lo temporal de nuestra existencia nos interpela con más constancia. De ahí que la muerte sea un pensamiento que siempre tengo delante, como aconseja Stephen Sweig, para quien tener presente la muerte hace que la vida sea “más solemne, más importante, más fecunda y más alegre”.

Saber que voy a morir no me amarga la existencia, pero me obliga a aprovechar la vida con más intensidad, más provecho y, aunque parezca contradictorio, más alegría. Una alegría distinta a la de los jóvenes, que jamás piensan en la muerte y creen disponer de todo el tiempo del mundo como para perderlo en fruslerías.

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La alegría que se experimenta a cierta edad tiene que ver, como decía André Malraux, con el valor que adquiere la vida cuando la muerte nos hace reflexionar sobre ella. Solo entonces tiene importancia la muerte, cuando nos obliga a reflexionar qué hacemos con nuestra vida.

Por eso no puedo dejar de pensar en la muerte, no por temerla, sino por ese absurdo rechazo del ser racional y consciente a encarar su condición mortal. Actitud tan absurda como inútil, puesto que es inevitable una muerte que afecta a todo ser vivo, una facticidad inexorable de la contingencia de la vida. La vida es puro azar, pero la muerte es un hecho incontrovertible e inexorable. No es una posibilidad propia, sino una inesquivable consecuencia del existir.

Pero solo hay que pensar en la muerte si contribuye a que la vida sea más apreciable y enriquecedora. No como algo tenebroso que amenaza a los seres vivos, sino como el culmen de una vida plena que ha dado todo de sí. No hay que preocuparse de la muerte en la misma manera que no nos hemos preocupado de nacer. Ni de temer la nada que seremos ni de la que fuimos. Hay que afrontar la muerte con la actitud de los epicúreos, que inspiraron la máxima de Antonio Machado: “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos”.

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En cualquier caso, tenerla presente es, en mi caso, una oportunidad de enfrentar cada día con ánimo de culminar lo todavía no logrado, de aprender lo que todavía ignoro, de conocer lo todavía no visitado, de dar y ayudar lo que me solicitan, de entregarme a quienes me reclaman y de abrazar y besar a los que nunca me canso de besar y abrazar porque son mis seres queridos.

En ese sentido, pensar en la muerte y tenerla presente me hace apreciar todo lo que tengo y lo que soy, todo lo que hace que mi vida sea más intensa, fecunda y feliz. Y es que, en realidad, no me preocupa la muerte, ya que solo significa que he vivido y que seré eterno en quienes me recuerden.

DANIEL GUERRERO
ILUSTRACIÓN: ISABEL AGUILAR

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