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Aureliano Sáinz | Nombres con suerte

El primero y el más significativo signo de identidad que tenemos es el nombre que recibimos de nuestros padres al nacer. Ese nombre, esa sencilla palabra, es el que constantemente escuchamos cuando somos pequeños, por lo que muy pronto lo ligamos a nosotros mismos como si fuera nuestra mayor seña de identidad.


Pero nombres hay muchos, mejor dicho, muchísimos. Más aún, cuando desde hace algunos años los progenitores pueden poner el que deseen a sus hijos, ya que ahora no tienen necesariamente que ajustarse a los que aparecen en el santoral cristiano, tal como era normativa hasta recientemente.

En este ámbito se ha producido un cambio muy grande, dado que los nombres tradicionales que se les ponían a los hijos o hijas procedían de los que tenían sus padres/madres o de sus abuelos/abuelas, por lo que se transmitían de generación en generación, dando continuidad a los apelativos familiares. En la actualidad se ha pasado a la búsqueda, previa al nacimiento de la criatura, de aquellos que son sonoros, cortos, singulares, y que no necesariamente tienen relación con el entorno familiar.

Incluso, se acude a los que poseyeron grandes personajes de la historia, como es, por ejemplo, el caso de Dante, que ahora tiene el nieto de unos buenos amigos. O el de India, que fue el que recibió una niña, nieta también de otros amigos extremeños. O el de Río, que, aludiendo a la naturaleza, le pusieron unos profesores jóvenes al primero, ya que era un deseo compartido por ambos progenitores.

La naturaleza, la historia, los mitos, otras etnias o culturas son también las fuentes a las que se acuden para dar esa seña de identidad a las nuevas generaciones, cuyos nombres van a convivir con otros más conocidos y tradicionales.

Y si ahora traigo de nuevo este tema, que lo he tratado en alguna otra ocasión, se debe a que desde mis inicios en la docencia en la Universidad comencé a aprenderme los nombres y apellidos de mis alumnos pues, de este modo, me podía dirigir a ellos directamente, lo que suponía una mayor cercanía, pues entendían que me había interesado en saber cómo se llamaban.

También, porque siempre acuden a nuestra imaginación aquellos personajes que de algún modo son conocidos (o muy conocidos) y que portan los nombres que coinciden con los nuestros, ya que sentimos que surge una cierta conexión por ese lazo invisible que nos une imaginariamente por medio de una palabra.

En mi caso, y por el trabajo que desarrollo, los nombres de gente, más o menos cercana, los suelo asociar con los de quienes están relacionados con el mundo del arte. Es lo que recientemente me sucedió cuando leí que Gustavo Dudamel, joven director de orquesta venezolano, tenía prevista una actuación en nuestro país. De inmediato, asomó a mi mente el amplio número de artistas, escritores, músicos o arquitectos que, con ese nombre, han pasado a la historia, aunque, curiosamente, son pocos los de nuestro país.

Si apunto lo de ‘pocos en nuestro país’, se debe a que dentro de los cientos y cientos de alumnos que he tenido a lo largo de más de cuatro décadas en la Universidad, ninguno de ellos lo llevaba. De igual modo, no he conocido personalmente a ninguno que lo tuviera.

Y, sin embargo, si en clase preguntara cómo se llama la singular torre de hierro que se ha convertido en el símbolo de París, estoy seguro de que todos me responderían que la Torre Eiffel; pero me temo que la mayoría de ellos no sabría que el nombre de pila de su autor es Gustavo (Gustave, en francés).

Para mí, Gustavo es lo que yo llamo un nombre con suerte, pues es el que llevan numerosos pintores, músicos, escritores e, incluso, geniales ingenieros. De momento, me vienen a la mente los nombres de los impresionistas franceses Gustave Courbet, Gustave Caillebotte, del dibujante y grabador Gustave Doré o del pintor austríaco Gustav Klimt. De ellos hablaré brevemente.


Para algunos, el nombre de Gustave Courbet (1819-1877) está asociado a su polémica obra El origen de la vida que se encuentra en el Museo de Orsay de París y en la que se representa un desnudo de mujer con un primer plano del sexo femenino. Sin embargo, para Courbet, como para todos los impresionistas, el paisaje y la naturaleza fueron los elementos más representados en sus lienzos, como es el caso del cuadro que acabamos de ver y que lleva por título Paisaje con el lago de Ginebra.


El impresionismo de Gustave Caillebotte (1848-1894) no es de tipo naturalista, dado que la mayor parte de sus obras reflejan ambientes urbanos, alejándose del romanticismo que estaba muy presente en los artistas franceses de su generación. Como podemos ver en su obra de 1881 titulada El puente de Europa, nos muestra una instantánea parisina en la que adquiere especial protagonismo la estructura de hierro con la que estaba realizada este puente, lo que es manifestación de que Caillebotte se aproximaba a las últimas innovaciones arquitectónicas que se estaban produciendo en el siglo XIX.


Si el nombre de Gustavo cambia en francés la ‘o’ por la ‘e’ final, en alemán desaparece. De este modo, tenemos al austríaco Gustav Klimt (1862-1918) como uno de los representantes de la denominada corriente simbolista, en la que los adornos protagonizan los lienzos. Todos conocemos su archifamoso cuadro El beso, que ha terminado por ser un verdadero icono de este pequeño país centroeuropeo. El éxito de esta obra dio lugar a que reiterara de modo un tanto abusivo los adornos y las figuras curvadas, tal como aparece en la obra que acabamos de ver.

He hablado de pintores. También podía hacerlo de escritores, caso del francés Gustave Flaubert; del poeta Gustavo Adolfo Bécquer o del polémico filósofo Gustavo Bueno, ambos españoles. Y si pasamos al mundo de la música, aparte del mencionado Dudamel, no podríamos dejar de lado al compositor de música clásica Gustav Mahler, nacido en Bohemia, en lo que actualmente es la República Checa.

Creo, para cerrar, que todos podemos encontrar personajes que nos sirven de referentes a nuestros nombres. En mi caso, con uno bastante inusual, dado que no he conocido directamente a otro que portara el mismo, me conformé sabiendo que fue el de un emperador romano, aunque su gloria fue efímera, ya que acabó siendo víctima de un complot a los cinco años de llegar al cargo.

En sentido contrario, hay otros mucho más conocidos y familiares, como pueden ser los de Antonio, Manuel, José, Francisco o María, Carmen, Ana, Isabel, etcétera, que a buen seguro encuentran fácilmente personajes ilustres que portan sus mismos nombres. Con todo, y tal como apuntó el filósofo y escritor francés Jean de La Bruyère, las grandes celebridades, a fin de cuentas, no dejaron nunca de ser hombres (o mujeres, habría que añadir para ser justos).

AURELIANO SÁINZ