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HG Manuel | La fotografía (XX)


–Fascinante… ¿verdad? Estaría mirándolos un año entero. Palestri y yo veraneamos juntos, cuando niños. Nuestras familias coincidieron muchos veranos.

–Cada cual a lo suyo –se me ocurrió decir.

–Creo que a usted lo he confundido con mis palabras –alargaba Flores algún comentario que yo no recordaba–. Sí, cada cual cumple su papel; y ya metidos en él, todos cobran y todos pagan: quid pro quo… Este buen hombre –se refería al pequeño– ha conseguido embutir en un cuerpo tan menguado –¿le noté vacile?– una soberbia de gigante, ya desde crío apuntaba maneras. Y la necesita, preside un gran consorcio de empresas contra viento y marea: vientos políticos y tormentas económicas, dos perturbaciones recurrentes, muy difíciles de sortear. Él dispone de grandes medios publicitarios, pagando en efectivo, claro, pero se aviene al patrocinio y nos ha pegado la etiqueta de una de sus empresas, aquella precisamente con la que más chocamos. ¡Un socarrón imperativo! –le estalló un clavel de alegría sarcástica–. Esto nos cuesta sudor y lágrimas a uno y otro lado de la trinchera: empresa constructora versus protección del patrimonio. Nosotros le prestamos algo muy codiciado: el prestigio que conlleva la filantropía; su nombre y el de una rama de su negocio, del que dependen vidas y haciendas de muchos tamaños, quedarán grabados en los anales de esta ciudad y, cómo no, en anuncios, en folletos… Ellos, y lo subrayo, a cambio, tan solo nos dan dinero… más un pequeño añadido de tolerancia; pero, pero… el dinero conlleva algo, y no pueden evitarlo, que en esta lucha resulta imprescindible: influencia. Es el punto central. Con ella…

–Usted habla –lo interrumpí, conteniendo mi malestar– y yo imagino a Tarzán en un árbol consultando su libro de ética antes de reunir a su panda de monos para enseñarlos a buscar comida.

Apretó los labios y se sonrió, divertido o molesto, el señor Flores.

–Usted exagera –se quitó las gafas, las inspeccionó–, a la par que degrada. ¡Lo de monos…! –estiró los brazos y se echó hacia atrás: me reprendía–. Comprendo y asimilo, vanidosamente, la antonomasia: ¡yo, Tarzán! ¡Maestro de monos! ¡De estos monos, nada menos! –se frotó un ojo y volvió a ponerse las gafas–. En esta asociación, cualquier… mono, por distintas y estimables cualidades, me supera en valía.

Me escrutó pensativo; no parecía enfado.

Yo habría admirado su muestra de humildad, pero había visto tantas…

–Resulta usted un buen conversador –bromeó.

–Lo dice porque hablo poco.

Casi amplía el gesto hasta la risa. Deslizó una mano por la mejilla hasta pinzarse el mentón y se puso a mirar, como un entomólogo, el comportamiento, la excitada impaciencia, de los grupitos que conversaban. Luego se reacomodó en el asiento y prolongó el tema.

–Si me oyera Palestri hablar de anales, exigiría la devolución inmediata de su dinero –esbozó como si recobrara un resto de risa, venial, algo tonta–. Lo de Tarzán me ha sorprendido, por un momento me he visto… soltándome golpes de pecho, y no me vendría bien, créame –me reprochaba, afable.

No participé de la gracieta; notaba rigidez en la nuca y me ladraba el mal humor.

El señor Flores consultó el reloj y se volvió hacia la puerta de entrada; saludó a alguien, pensativo. Enseguida sospeché que me seguiría dando la chapa.

–Antes, me he calificado de cínico y usted ni se ha inmutado. Le añado un matiz, imprescindible: fatuo. Me he convertido en el perejil de todas las salsas, y lo he hecho a conciencia, créame: la fatuidad es un ingrediente básico, como la sal en la ensalada. Cuando accedí a presidir nuestro querido Círculo consideré imprescindible, ya se lo he dicho, ser relevante, porque la relevancia se determina por la influencia; y ¿ve?, subido a este árbol me encuentro, como Tarzán, usted se ha percatado, ¡buen detective! –faranduleó. Yo me mantuve impertérrito–. Trepas, llegas a las ramas más altas, haces bocina y lanzas tu grito, con mucho trémolo, por supuesto; ¿ve?, solo yo me ajusto a su acertada figura. Desde la altura alcanzas a ver mucha jungla, y entre tanta maleza siempre distingues una ágil gacela, un bellísimo pájaro, una flor exquisita… y por supuesto, si aguzas los sentidos, también adviertes, camuflado en el entorno, al depredador que acecha. Esto es que, para conseguir el indulto de una capilla que estorba o de una placa votiva, o que un yacimiento arqueológico sea declarado patrimonio histórico, o impedir que se construya en el solar que guarda unas ruinas, o que se donen fondos para restaurar un lienzo o rescatar unos documentos, como los que ahora nos ocupan, pues ya sabe aquello de trasladar el idealismo a la academia y el realismo al negocio. Yo, Flores, estoy con lo primero, y al presidente solo le vale lo segundo; y en estas, la conciencia sufre… y llama con denuedo al cínico… –situación peliaguda: su dilema moral, y al parecer trataba de resolverla gastando saliva conmigo; a media voz, la justa para que yo atendiera sin meter baza.

–Oiga, disculpe… –intervine, para fastidio del presidente–. Si tiene algo más que decirme del señor Castilla… –me alcé un poco y conseguí girar la cabeza para alejarme de la monótona justificación, si lo era, del señor Flores, y enfriarle la verborrea; entonces vi a la rubia salir al paso de alguien que pretendía acercarse. Yo me frotaba la frente porque el insidioso malestar, ahora más descarado, me estaba aguijando las ganas de saltar y pitármelas. «Paciencia, paciencia…», me imploraba.

–Castilla… sí, mi buen amigo Castilla –ahora, creí apreciar, le costaba regresar al trastero de la memoria–. Pues… continuando lo anterior… Hablaba de confianza, sí, y le decía que Castilla… que aquellos niños que fuimos se replican en estos viejos que somos; pero, claro, el milagro dura lo que el tiempo del encuentro; al final, la despedida impone la distancia que la vida ha venido tramando entre nosotros, ¿no? Pero esto es natural, le ocurre a todo el mundo: la falta de roce entibia los afectos, interpone criterios, diferentes puntos de vista sobre los mismos temas… –alzaba la cabeza y se estiraba contra el respaldo, miraba el reloj y distribuía palabras, recreándose. Yo comenzaba a maldecir; con amigos tan redichos, no me extrañaba que Castilla se hubiera evaporado–. Por ejemplo: le hablé de esta asociación, que considero muy importante, y lo es, mucho más allá de consideraciones personales; y le entusiasmó, ponderó nuestro esfuerzo, pero él, sin decir que no, rehusó participar en ella. No le oculto que me sentí muy decepcionado, aunque no se lo reproché, ¿por qué había de hacerlo?, cada cual tiene sus prioridades; nunca hemos vuelto a sacar el tema. Mire, como le decía, actualmente comparto mi vida con una mujer a la que ni siquiera conoce, tampoco ha visto crecer a mis hijos, ellos ni siquiera saben que existe, ¿comprende? Cuanto se aclare el supuesto misterio que nos preocupa, será una magnífica ocasión para reanudar nuestros diálogos interrumpidos o simplemente no pronunciados, se pierden tantas oportunidades… También puede, es lo más probable, que todo siga tal cual, cada uno en su sitio, llevando su vida. Cierto es que para los arqueólogos el tiempo camina a la inversa: recuperamos lo antiguo, recomponemos aquellos hilos rotos… o eso pretendemos. Con la amistad sucede otro tanto: nos queda ese yacimiento, soterrado por los años, tan bello, tan valioso, y extraemos de él tantas cosas que explican lo que somos… –dejó el señor Flores que flotara con ligereza de nube la evocación, mientras escarbaba someramente entre aquellos restos de sus sentires.

Yo, mascullando contra la resignación, me puse a admirar los grandes cajetones del techo, su vergonzante desnudez que reclamaba…

HG MANUEL

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