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HG Manuel | La fotografía (XXVI)


Por hacer tiempo –El tiempo sin empleo carece de valor–, me asaltó fugaz aquella reminiscencia. ¡Menuda sandez!, casi grité. Aunque en mi caso el de empleo rentaba poco; del otro mejor ni acordarse. ¡Buff! Tres cambios en los últimos cinco años, y el nuevo indefectiblemente me alejaba un poco más del centro; el edificio nunca mejoraba: pasillos hoscos y fríos, ascensor achacoso; la oficina siempre era más pequeña y peor amueblada, con toilette costrosa y dos estrechas ventanas asomadas a un patio trasero con halitosis. No obstante… asiduo, paciente, muy cortés y aburrido, persistente como el polvo, allí me aguardaba, sin fallo, sin falta: el silencio. Tuve una idea: quizá podría sacar un buen dinero si realquilaba mi oficina como sala de reposo. La ocurrencia me hizo sonreír. Cualquier día, en cualquier momento, todo puede cambiar. ¿Por qué no? La fe mueve montañas…–. Digo que, por hacer tiempo, merodeé por el barrio y aproveché para ir a la peluquería. Me hicieron hueco, de algo vale ser cliente, y a la repetida pregunta, «¿Cómo lo quiere?», cambié la consabida respuesta. Porque (agudezas aparte), iba yo barajando el lote de anécdotas con que me había obsequiado Cardenal cuando pasé por delante de una agencia de viajes; me llamó la atención un cartel con una serie de frases a cual más ingeniosa que semejaban libertad al hecho de corretear por ahí sin reloj ni teléfono: «¡A tu aire!». Yo, cautivado por la ocurrencia, la repetí a lo bobo: una liberación de mentirijillas. Por supuesto, Faustino admitió la broma en plan meloso; castañeteó las tijeras para animar a los fieles, «Vale, cortito», y las empleó veloz, con la pericia habitual; él es así, también conocía de antemano la propina.

Se acercaba el mediodía. Cielos despejados y sol rumboso, capaz de prometer así como así, de balde, los mejores deseos. Quizá por eso, recién pelado y loción fresquita en la nuca, me sentía amparado por el optimismo. Aunque todavía me zumbaran en los oídos las anécdotas del periodista. «Y las que te quedan por oír», me advertí sabiondo para, dados los antecedentes, reservar paciencia.

Me habían citado cerca del puerto deportivo, en una tabernita situada en el encuentro de una corta avenida con amplia acera, entorpecida por algunos bancos de piedra y por el muro ciego del pabellón de acceso al aparcamiento subterráneo donde esperaba mi coche, y una calle amenizada por la llamativa alegría de macetas en los balcones. El local, muy aireado por sus dos puertas esquineras, era minúsculo y aquellos dos tíos, grandotes ellos, apenas si le dejaban sitio al taburete recién liberado de un feligrés que se despidió del dueño por su nombre y con los ojos como candiles, al ocupado por un meditabundo que de vez en cuando nos ojeaba atarugado desde el extremo de la barra, y al exiguo espacio donde podía moverme. Cuando llegué compartían vino y lo acompañaban con un bocado de caballa en aceite. Me recibieron bien, con amplio apretón de manos y la inmediata invitación, sin derecho a réplica; y allí estuvimos, consumiendo a brazo partido con el tabernero, amigo de ellos. Cuando el vino caldeó la confianza, se admiraron de mi trabajo: «¡Detective privado, humm…!»; después, les entró la curiosidad y me hicieron preguntas, requirieron anécdotas (yo les solté alguna, más o menos verídica, la cosa iba de broma), me compararon con algunos héroes de novela, muy manidos, pero el tema rodó poco, se agotó rápido el interés, y siguieron en lo suyo, el buen humor que se traían con el tabernero. Uno de ellos eran biólogo; el otro, militar. Comprobaron la hora, pagaron lo consumido y se despidieron del amigo, que los vio ir con ojo melancólico.

Alto, galano, la blanca guedeja con suave ondulado tapándole la oreja, sahariana de color cáñamo y náuticos marrones, caminaba el biólogo sonriente y despejado. El militar, cazadora azul marino, pantalón gris, esmerado corte de pelo con remate de flequillo canoso, rostro severo y bigote recortado a la precisa anchura del labio, los zapatos al brillo, de suelas blancas y moñas exactas con herretes, no le restaba elegancia a su estatura la rigidez de una pierna. Yo, entremedias, un tanto desplazado asistía al diálogo.

–En cierta ocasión desgraciada, un joven y bobo capitán se acercó a una bomba cuando iba en misión de rescate –se rechiflaba el biólogo–. Tuvo suerte y lo rescataron a él.

Y miraba de refilón, sonriente, para expresarme que satisfacía así mi (inexistente) curiosidad por el intríngulis de la cojera; aunque la broma era particular, terreno vedado, yo quedaba en mero oyente.

Y oí al militar:

–Desde que comes la porquería de algas que empaqueta tu empresa, te has vuelto un resalao –le replicaba, de buen talante–. Escucha, inepto aprendiz de iconoclasta –se plantó y alzó una mano, hálito vinoso y dedo índice al cielo–: Hombre, solo un hombre es el soldado, dispuesto siempre a la misión…

–…De entregar su sangre con honor –interfería el biólogo.

–…de entregar su sangre con honor. Honor que es y será siempre su vestido –impertérrito, muy cantarín en los acentos, proseguía la soflama el militar–. Con otras palabras mejores, ¡sublimes!, las cantan los reclutas en los cuarteles…

–¡Ta, ta, ta…! –porfiaba el biólogo.

–…lo dice el gran Calderón, poeta y soldado. Y ahora con orgullo las cantaría yo. Pero no te lo mereces, ¡so merluzo! –casi gritó, en el ruido de la avenida, y se ahuyentaron, distraídos, unos turistas que llegaban.

–Cerebro mojado… –aguijaba el biólogo.

–Nos tienen apartados y desconocidos de la población –se lanzaba el soldado con brío corajudo sospechosamente alcohólico–. Según corran los tiempos, a los militares nos glorifican o nos desprecian, ya lo glosó de Vigny. Hoy somos unos pintamonas. Y nos suman, en la misma postergada montonera, a los grandes de la ciencia y de las letras. Los unos cuidan la salud del cuerpo. Los otros, la del alma. Nosotros, que cuidamos la salud de la pa… –un bronco acceso de tos le cortó la palabra–. Valen más, muchísimo más… en los tiempos que no tocan, la vocinglera cohorte… –nuevas toses y carraspeos.

–Mucha cerveza fría –diagnosticó el biólogo.

–…pedigüeña de politiquillos chusqueros y oportunistas, meritorios sobrevivientes del cainismo de partido… ¡jum!, ¡ejem! –se esforzaba.

–No te inflames, Marianín –lo frenaba el biólogo–. Tú eres un gran soldado. Un laureado por la Patria y por la Humanidad.

–Prefiero tu burla al piropo… ¡jum!, cofrade fiel de los imbéciles… ¡ejem! –se le encasquillaba el insulto en la garganta a don Mariano–. La miel destruye al soldado…

Lagrimoso, con el puño tapándose la boca, se destosía el militar.

–¡Ay, quién gustara ciertas mieles! –tergiversó con burla el biólogo–. Aún me verdean las ramas, la verga de mi velero enhiesta aguanta y les acude en busca de amparo alguna avecica que otra –me guiñó cómplice–. Es así –reafirmaba inocente lo inevitable, y se encogía de hombros.

HG MANUEL

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